jueves, 30 de julio de 2009

BEATO JOSÉ DE SAN JACINTO



Aqui os dejo un excelente artículo públicado en la revista encomienda sobre nuestro paisano.

PAISANOS QUE DEJAN HUELLA

La Iglesia celebra el día 10 de septiembre la festividad del Beato José de San Jacinto, natural de Villarejo de Salvanés. Para un conocimiento mejor de su vida y obra hemos entresacado las siguientes líneas sobre su martirio, del libro «CARTAS Y RELACIONES DEL BEATO JOSÉ DE SAN JACINTO SALVANÉS», O. P. MISIONERO Y MÁRTIR DEL JAPÓN.

El Beato José de San Jacinto «Salvanés» nació en Villarejo de Salvanés, fue bautizado en la iglesia parroquial de Villarejo, distinta de la iglesia que erigió Don Luis Requesens y que se yergue por encima de las casas del pueblo, con el nombre de José el día 12 de marzo de l580. Su padre se llamaba Pedro El Negro, a veces abreviado por «Negro». Su madre se llamaba Isabel Maroto.

IV. MARTIRIO

1. CAMINO DE NAGASAKI

Con las últimas palabras del P. Salvanés de una carta anterior: «Estándonos para embarcar para Nagasaqui, 9 de Setiembre de 1622» se da ya por terminada su estancia en la cárcel de Suzuta (Omura), en donde había estado desde 19 de agosto de 1621. Anuncia también una parte de su vida, que ya sabía iba a ser breve y definitiva por tratarse del martirio. Efectivamente, no mucho después de terminar de escribir la carta al P. Rueda, bajaron a los veinticinco de la lista y los embarcaron llevándolos a través de toda la bahía de Omura hasta el desembarcadero de Nagayo, ya a unos 15 kilómetros de Nagasaki. En Nagayo les hicieron montar en caballos que sustrajeron a los cristianos de esa población, principalmente, en contra de su voluntad. Así siguieron su camino hasta Urakami, ya en los arrabales de Nagasaki, donde llegaron a media tarde. No siguieron más porque iban a llegar pronto a la ciudad de Nagasaki y los perseguidores no querían alborotar prematuramente a esa ciudad.

Así que los albergaron en un cercado al aire libre, y allí los tuvieron toda la noche.

2. ÚLTIMOS SERMONES DEL P. SALVANÉS.

Al día siguiente, muy temprano, les hicieron montar a caballo con los brazos atados, y los enfilaron hacia

Nagasaki. Ellos se las arreglaron para que el Hermano franciscano Fr. Vicente de San José pudiese portar delante de todos un banderín o estandarte de damasco colorado con los nombres de Jesús y de María bordados en oro, y así pareciese todo aquello una procesión religiosa.

Escribe el P. Collado, Vicario Provincial dominico y testigo ocular de los hechos: «Era cosa maravillosa ver su grande alegría, y la serenidad de sus rostros, y el sosiego y paz de sus coracones que se mostrava en su exterior, que parecía que no se les dava cuidado ninguno su muerte... a ratos cantavan el Te Deum laudamus, y Las Letanías, y algunos Psalmos, con tanta suavidad, orden y devoción que más parecía coro de Angeles, que gente que venía a morir».

Según se iban acercando, como el lugar del martirio (la actual colina Nishizaka, bajo el monte Tateyama) estaba a la entrada de Nagasaki, los presos veían llenos de gente todos los cerros y lugares próximos y la entrada del mar que estaba delante y debajo de la colina Nishizaka (toda la gran extensión de la actual región que hay ante la estación del ferrocarril) cuajada de barcos, repletos de personas, para mejor poder presenciar la llegada de los prisioneros y su martirio.

Así prosigue describiéndolo el P. Collado: «Quando llegaron ya cerca del corral (cerco en la explanada de la colina Nishizaka para el martirio) fue tanto tropel de gente que a porfía procuró llegarse a tomar la bendición de los Padres, y a besarles los Hábitos, y a hablarles, y dárseles a conocer, y tantas lagrimas que derramaron que no se podrá explicar. Fue providencia y misericordia divina, para que nos pudiessemos despedir de nuestros queridos Padres, y oir despacio su eficacissimo testamento, y última voluntad (que por ser tal se imprimió más en los coraçones de los que presentes estávamos) que los 33 que avían de padecer de los que estavan en Nangasaqui, tardaron una hora larga más en venir al lugar del martirio; y ésta gastaron los presos de Vomura (Omura) en divinos cantos de Psalmos, y Letanías, en predicar, y despedirnos de todos, y animarles a la perseverancia en la santa Fé, amor y temor de Dios, nuestro Señor...

El P. Fr. Ioseph de san Iacinto, también de nuestra Orden de Predicadores (como eloquentissimo que era en la lengua Iapona), predicó mucho, y con gran espíritu, y devoción, y persuadió la devoción de Las Cofradías del Santo Rosario de nuestra Señora, y del dulcíssimo Nombre de Iesus...

En estos santos exercicios gastaron aquella hora, y como tuviessen sed, en particular el P. Fr. Ioseph de San Jacinto, pidió a los Christianos más cercanos que les diessen un poco de agua, y ofreciéndosela luego unas piadosas mugeres, bebieron todos, y se guarda por gran reliquia el vaso que llegó a aquellas bocas de oro, y ofreciéndoles los Christianos vino, dixo el sobredicho P. Fr. Ioseph que no tenían necesidad de vino de la tierra (los japoneses tenían entonces la costumbre de beber «sake» (vino japonés) antes de ser muertos.

Por eso, los cristianos se lo ofrecen a los Padres, pero ellos rehúsan beberlo para que los no cristianos no pensaran que su ánimo y valor en el martirio les venía como efecto producido por el vino), « pues avían de ir luego a gustar del Cielo. También les dieron los Christianos unas peras, y tomándolas los siervos de Dios, las dividieron en pedaços, y los repartieron entre los más cercanos, que los guardan como grandes reliquias»

3. EL MARTIRIO: ÚLTIMO TESTIMONIO DEL P. SALVANÉS.

Estaba todavía repartiendo los últimos trozos de las peras el P. Salvanés, cuando apareció el grupo de los treinta y tres cristianos presos de Nagasaki destinados a morir con los de Omura. Al frente de ellos venía nada menos que la más noble señora de Nagasaki, María de Tokuan, sobrina de uno de los dos gobernadores y mujer del hijo mayor, Tokuan, del anterior gobernador administrativo del Gobierno central (Murayama Toan), por quien hemos visto muy preocupado al P. Salvanés desde 1619. Todos manifestaron entonces indescriptibles señales de devoción y alegría, como ya habían mostrado por las calles desde la cárcel. Mas cuando se juntaron con sus compañeros de martirio, todo se convirtió en lágrimas y sollozos incontenibles. Los que habían hospedado en sus casas a sus Padres queridos los pudieron ver de nuevo allí, pudieron hablar con ellos, y despedirse de ellos en este mundo para acompañarles enseguida, para siempre, en el otro. Y lo mismo hicieron con todos los demás.

Terminado esto, todos los cincuenta y siete entraron como a porfía en el corral o recinto del martirio, donde había fijadas veinticinco estacas, que también llamaban columnas. En ellas ataron a veintidós prisioneros de los venidos de Omura, y en las otras tres al que hospedó al P. Salvanés, Pablo Tanaka y a otros dos de los de Nagasaki. Naturalmente el P. Salvanés estaba entre los de Omura. Le tocó la séptima estaca más cercana al mar, entre los dominicos P. Ángel Ferrer Orsucci y el P. Jacinto Orfanell.

Se acomodaron todos los de las columnas. Los verdugos se dirigieron a los condenados a ser decapitados, unos treinta y tres, que estaban ordenados junto a la entrada, de rodillas y con las manos en compostura, como quien esperaba de un momento a otro el golpe de la espada. Los treinta y tres cayeron decapitados delante de los colocados ante las estacas para así atemorizarlos más. El hecho no tuvo ningún efecto en los destinados a ser quemados vivos; al contrario, se mantuvieron valientes ante el martirio. Así se procedió al tormento del fuego de los veinticinco, entre los cuales estaba el P.Salvanés. Antes, para mortificarles más, les pusieron la leña y la paja bastante retiradas, y las ataduras ligeras para que pudieran salir fácilmente del tormento dando así pruebas de que se rendían y dejaban la fe. Cuando prendieron el fuego resultó que la paja estaba aún húmeda por la lluvia anterior, así que no prendió bien, convirtiéndose en humo sofocante. Al fin comenzó a arder. Pero aún entonces volvió a llover un poco, y con la lluvia se apagó el fuego, con lo que se prolongó el tormento. Nuevamente procuraron los verdugos prender fuego una vez que dejó de llover. Ya entonces, comenzaron a caer ahogados por el humo y el fuego los que estaban más cerca de las llamas y los que eran de complexión más flaca.

Así explica el hecho el P. Vicario Diego Collado, testigo ocular, en su Suplemento:

«fue aviendo estado más de una hora en el tormento como si fueran sus cuerpos de piedra mármol, sin hazer movimiento ninguno».

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